Todavía sentía los temblores en los muslos cuando me senté frente a la laptop con una manta encima, el pelo alborotado y las mejillas sonrojadas como si hubiese corrido un maratón. Pero no había corrido. No, señora. Solo había sido... poseída a control remoto por el hombre más loco, arrogante, sexy y ridículamente meticuloso del universo.
Y ahora, entre jadeos todavía medio presentes y un corazón acelerado, tenía una sola idea: escribir.
Porque si algo hacía Vincent —además de robarme la ropa interior emocionalmente— era inspirarme. Y después de ese regalito con su nombre grabado (en oro, porque claro, él no conoce la humildad), tenía combustible suficiente par