La noche había caído sobre la mansión Delacroix como un manto de terciopelo negro. Clara observaba desde la ventana de su habitación cómo las estrellas parecían burlarse de ella, brillantes y libres en el firmamento, mientras ella permanecía atrapada en una red de mentiras que se tensaba cada día más a su alrededor.
Se había convertido en una experta en fingir. Clara Morel, la institutriz perfecta, la confidente discreta, la mujer sin pasado. Pero bajo esa máscara, Evelyn D'Armont seguía latiendo, gritando por salir, por reclamar no solo su identidad sino también sus deseos más profundos.
Con un suspiro, decidió que necesitaba aire. El pasillo estaba desierto cuando salió de su habitación, y sus pasos la llevaron instintivamente hacia la terraza oeste, aquella que daba al jardín de rosas y que a esas horas solía estar vacía. La lun