La noche había caído sobre la mansión Delacroix como un manto de terciopelo negro. Clara se deslizaba por los pasillos con pasos silenciosos, sosteniendo un candelabro que proyectaba sombras danzantes contra las paredes. El reloj del salón principal acababa de marcar las once, y la mayoría de los habitantes de la casa se habían retirado a sus aposentos.
Pero Clara no podía dormir. Los pensamientos sobre su verdadera identidad, sobre Evelyn D'Armont y todo lo que había dejado atrás, la atormentaban como fantasmas persistentes. Necesitaba aire, espacio, un momento de soledad para ordenar el caos que reinaba en su interior.
Se dirigió hacia la biblioteca, ese refugio de madera y papel que tantas veces le había servido de consuelo. La luz tenue de su candelabro apenas iluminaba el camino, pero ella conocía cada rincón de aquella casa como si hubiera vivido allí toda su vida.