El carruaje negro atravesó las puertas de la mansión Delacroix con la inevitabilidad de una sentencia de muerte.
Clara lo vio desde la ventana del segundo piso, sus dedos presionados contra el cristal frío hasta que los nudillos se pusieron blancos. El escudo de armas grabado en la puerta del carruaje brillaba bajo el sol matutino: tres leones dorados sobre campo carmesí. El blasón de los D'Armont. El blasón que había sido suyo durante veintidós años antes de convertirse en la marca de su condena.
Su cuerpo aún vibraba con los ecos de la noche anterior. Podía sentir el fantasma de las manos de Adrian en su piel, el peso de él sobre ella, dentro de ella. La forma en que había gemido su nombre contra su cuello cuando finalmente se rindieron al inevitable colapso que había estado construyéndose durante meses.
"Clara," había jadeado contra su boca, sus caderas moviéndose con desesperación primitiva. "Dime que eres real. Dime que esto es real."
Y ella había respondido de la única forma que