La Feria del Libro de Barcelona estaba por terminar, y con ella, la libertad que Clara y Marcos habían tenido fuera de la oficina. Se decía que andaban en algo, un runrún que Clara no podía ignorar, aunque a Marcos parecía no importarle. Pero el último día traería una sorpresa que mostraría otra cara de Marcos.
Estaban en el puesto de Editorial Soler, atendiendo a los últimos que se acercaban y despidiéndose de colegas. Marcos estaba hablando con un distribuidor, muy serio y formal. Clara, a su lado, revisaba unos folletos.
De pronto, un tipo con una voz demasiado amistosa saludó: ¡Marcos Soler! ¡Qué onda verte por aquí! Pensé que ya no te dejabas ver.
Clara levantó la vista y vio a un señor de unos cincuenta años, con una sonrisa exagerada y una mirada taimada. Vestía un traje caro, pero se veía que no era sincero, sus ojos brillaban con mala intención. Marcos se tensó. Se puso tieso, y su cara, normalmente seria, se transformó en una expresión de furia.
Ramón Vega, dijo Marcos, con