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Capítulo 2: El favor del destino

Cuando Emilia entró a La Espiral, se sintió trasladada al pasado en un segundo. El contraste entre la opulencia del lugar y su vida cotidiana siempre le golpeaba con fuerza, y notó que, a pesar de los dos años de ausencia, el lugar no había cambiado demasiado.

Sophia Leon, la anfitriona principal, la esperaba junto a la entrada del personal. Sophia era una mujer con una mezcla exótica, de piel con un color canela dorado, poseía un brillo natural que resaltaba bajo las luces cálidas del restaurante. Sus ojos grandes y felinos eran de un verde esmeralda impactante —herencia de su madre rusa— que contrastan con su cabello negro y grueso, ligeramente ondulado y siempre bien estilizado. Su rostro de rasgos suaves pero marcados, con pómulos altos y una nariz recta, le otorgaban un aire sofisticado y misterioso que de algún modo no restaba fuerza a su gesto severo.

La principal marca de Sophia era su eficiencia implacable, por eso, sin preámbulos, le entregó a Emilia el delantal oficial del restaurante y comenzó a explicarle las pautas del horario nocturno como si fuese una empleada nueva.

—Como todas las noches, tendremos una clientela selecta, así que debes estar atenta hasta el más mínimo detalle. No hay margen para errores, ¿entendido? —dijo Sophia, sin molestarse en suavizar su tono.

Emilia asintió con firmeza, aunque por dentro sentía que su estómago se encogía. La voz de Sophia se desvaneció cuando un recuerdo emergió en su mente, un flashback que la transportó al pasado.

Recordó la última vez que había visto a Ana. Su hermana estaba emocionada, hablando desde el otro lado de la videollamada de una oportunidad única de trabajo en un evento exclusivo.

—¡Solo será por una noche! Es un extra que no podemos rechazar —había dicho con una sonrisa despreocupada—. ¡Además está relacionado al restaurante! ¿Qué podría salir mal?

Ese fue el principio del fin.

Todo salió mal.

Sacudió la cabeza para volver al presente, Sophia seguía enumerando las normas del restaurante: discreción, eficiencia, pero en especial, ser ciego y sordo a ciertas conversaciones o personas. Exactamente igual al primer día en que trabajó allí cinco años atrás.

El restaurante era un templo de lujo: suelos de mármol, paredes revestidas de madera oscura y candelabros que emitían una luz cálida y dorada. Las mesas estaban impecablemente dispuestas, delicados manteles, centros de mesas de cristal que brillaban como diamantes bajo las luces, y cada uno de los comensales iba ataviado con las más elegantes vestimentas.

Siguió a Sophia hacia el área de servicio, la mayoría de las mesas estaban ocupadas, y las que no, estaban siendo recogidas para recibir a nuevos comensales. Las luces tenues y la música suave creaban un ambiente casi irreal, la gente conversaba en voces bajas y sonreía con cierta languidez; Emilia sintió su cuerpo moverse con naturalidad, como si apenas la noche anterior hubiese estado allí.

Las mismas ensayadas palabras de bienvenida, las mismas cortesías deseándoles buen apetito a los comensales, y las mismas miradas veladas con las propinas exorbitantes al final de cada cena.

La noche transcurría con normalidad; mientras Emilia servía mecánicamente a una de sus mesas asignadas, una sensación incómoda comenzó a crecer en su interior, como si una mirada pesada y penetrante la siguiera a cada paso.

Al principio no le dio importancia, en La Espiral no era poco común llamar la atención de algún caballero o dama; cada uno de los empleados que atendían a los clientes eran atractivos, y Emilia no era una excepción. Sin embargo, tras regresar a la cocina para dejar los platos y cubertería usados por la mesa, y volver al salón para atender a otros comensales, la sensación de ser observada se hizo más evidente.

Alzó la vista de manera despreocupada y escaneó el lugar con naturalidad, sus ojos captaron a un hombre, sentado con un porte señorial, en una de las mesas semiprivadas, acompañado por una mujer cuya belleza clásica estaba acentuada por un aire de altivez que parecía realzar cada uno de sus movimientos.

La fémina de cabellos platinados, postura, recta y segura, irradiaba una confianza que rozaba la arrogancia, como si el mundo entero estuviera a su disposición. Sus labios, pintados de un rojo intenso, esbozaban una media sonrisa que no alcanzaba a suavizar la dureza de su mirada inquisitiva.

Sin embargo, fue el hombre quien realmente captó la atención de Emilia. Su porte imponente y la intensidad insondable de su oscura mirada le provocaron un escalofrío. Había algo en él que la inquietaba profundamente, una mezcla de peligro y fascinación que aceleró su respiración por un instante. La mujer a su lado parecía inmune a esa aura perturbadora, pero Emilia no podía apartar la sensación de que aquellos ojos seguían cada uno de sus movimientos con un interés que no podía ignorar.

Desvió la mirada y continuó con su trabajo; incluso si ese hombre la observaba de manera devoradora, Emilia no demostró ninguna emoción, como si el hombre no fuese realmente importante. Minutos después, tras despedir a unos caballeros de la mesa y arrugar la nota que dejaron sin siquiera leerla, Sophia apareció silenciosamente a su lado.

Se inclinó hacia Emilia, bajando la voz:

—Si ya terminaste con esta mesa, ven conmigo.

Emilia asintió, empujó el carrito con los platos sucios y se alejó en dirección a la cocina. Por puro instinto, volvió a elevar los ojos, cruzando miradas con el hombre que la había estado observando. Sintió un escalofrío que hizo que sus manos comenzaran a temblar y toda la temperatura de su cuerpo se dispersara, dejándola en una caverna helada.

Años de experiencia le permitieron controlar su expresión, desviando la mirada sin mostrarse aprensiva o aterrorizada; pero en su mente, maldecía sin cesar, pensando en lo que esos ojos le produjeron: pánico. Emilia, sintió que aquel hombre estaba dispuesto a comérsela entera y no era una sensación halagadora ni agradable.

Desde que había sentido los ojos de aquel hombre fijarse en ella, una sensación incómoda, casi como una corriente helada, la había invadido. La intensidad de su mirada era como un peso invisible, opresivo, que la hacía consciente de cada uno de sus movimientos. Pero al enfrentarse a ellos, comprendió que su intuición le estaba pidiendo a gritos que huyese.

A medida que se alejaba, sentía cómo esos ojos oscuros seguían cada paso que daba, como si pudieran atravesarla y leer sus pensamientos más íntimos. Emilia había intentado ignorarlo, enfocándose en empujar el carrito hasta la entrada de la cocina, pero la presión era insoportable. Su respiración comenzó a volverse irregular, y no podía controlar la necesidad de elevar sus ojos para verificar si continuaba mirándola; cada vez que levantaba la vista, lo encontraba ahí, observándola, como un depredador acechando a su presa.

Justo cuando la joven intentaba controlar el temblor en sus manos y regular su respiración, Sophia se volvió hacia ella y habló.

—El señor Sidorov quiere que seas tú quien atienda su mesa. Asegúrate de ser impecable —indicó, señalando con sus ojos la mesa de la pareja—. Cambia tu delantal por uno nuevo, confirma que no hay ningún olor en tu uniforme, si lo hay, ve por uno nuevo y regresa. Tienes exactamente tres minutos.

Emilia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Desde el inicio supo que aquel caballero era alguien importante, no solo por su ubicación sino por su porte; pero jamás pensó que el destino la fuese a poner frente a la persona que más deseaba conocer en ese momento.

Reconoció el nombre al instante, Alexander Sidorov, el dueño del restaurante y una figura de la que había oído susurros entre sus compañeros la primera vez que trabajó allí; siempre envueltos en un halo de misterio y poder. Intentando controlar el temblor en sus manos —esta vez debido a la excitación—, asintió y se marchó al baño del personal para acicalarse un poco. Tres minutos después, caminaba en dirección a la mesa con pasos medidos, esforzándose por mantener una expresión neutral.

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