El sol comenzaba a ascender tímidamente sobre el horizonte cuando Dante y Alicia, después de compartir el desayuno en la Isla, abordaron nuevamente el bote que los llevaría de regreso a la ciudad.
La brisa matinal era fresca, acariciaba sus rostros con suavidad, mientras el mar, aún adormecido, reflejaba los primeros destellos dorados del amanecer.
Dante conducía el bote con movimientos seguros y pausados, pero su atención no estaba únicamente en el mar.
De vez en cuando, sus ojos buscaban a Alicia, que permanecía sentada frente a él, con el cabello suelto agitándose como una cascada oscura sobre sus hombros.
Había algo en ella aquella mañana que le robaba el aliento.
Quizá era la serenidad que emanaba después de la noche compartida, o tal vez la delicadeza con la que sonreía sin darse cuenta, como si su corazón hubiese encontrado un pequeño respiro.
Durante el viaje de regreso, apenas hablaron.
Las palabras parecían innecesarias.
Había entre ellos una conexión tácita, silenciosa, que