Eva
La luz del amanecer se filtraba por las cortinas de seda, dibujando patrones dorados sobre las sábanas revueltas. Me quedé inmóvil, observando cómo el polvo bailaba en los rayos de sol, suspendido en el aire como mis propios pensamientos. La habitación estaba vacía, pero su presencia permanecía impregnada en cada rincón, en cada objeto, en mi propia piel.
Damián se había marchado antes del alba, como solía hacer últimamente. Sus asuntos demoníacos, como él los llamaba con esa sonrisa sardónica que me erizaba la piel. Pero yo sabía que había algo más. Una inquietud creciente en sus ojos, un secreto que no compartía conmigo.
Me incorporé lentamente, sintiendo el roce de la seda contra mi cuerpo desnudo. ¿Cuándo había dejado de importarme dormir así, expuesta y vulnerable? ¿Cuándo había comenzado a anhelar la sensación de sus manos recorriendo mi piel en la oscuridad?
—Te estás perdiendo a ti misma, Eva —susurré a la habitación vacía, mi voz apenas un eco de lo que solía ser.
Me leva