52. Miradas Entrecruzadas.

Ninguno de los enemigos jurados de Shaya podría imaginar que, entre las paredes silenciosas de la mansión Allen, el fuego que había nacido del dolor se había transformado en una pasión que desafiaba toda lógica. Esa noche, bajo las sombras que danzaban sobre el mármol y el aroma del vino derramado, Shaya y Eryx habían sellado un pacto. No con firmas ni documentos, sino con sus cuerpos y su respiración entrecortada. Fue una entrega voraz, un juramento físico y emocional de derribar a todos los que la habían humillado, robado y despojado de su hijo.

Allí, en la habitación de ella, el deseo se confundía con la venganza. Eryx le había dicho, con una voz grave y llena de promesa.

—Esta vez no será el destino quien decida, Shaya. Seremos nosotros quienes elijamos cómo arde el mundo.

Y ella, con las manos aún temblando, había respondido.

—Que arda entonces. Pero que arda con sus nombres grabados en el fuego.

Esa mañana misma llegó con el filo cortante de una realidad que no perdonaba.

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