Cap. 2 Es la última vez

El galeno decidió recurrir a un recuerdo desagradable; tal vez un shock emocional la ayudara.

—Dayana, ¿recuerdas a Dulce Lenz, la cuñada de Ares?

Ella negó con la cabeza, tranquila, sin la más mínima reacción. Parecía genuinamente perdida en el espacio sideral.

Mario suspiró. El neurólogo estaba en camino. Mientras, la resonancia podría dar respuestas, aunque el diagnóstico era obvio: amnesia retrógrada selectiva. Una bomba de tiempo con vestido de hospital.

Cuando Mario regresó a la habitación, allí estaba Elsa, su más querida amiga. Al ver a Dayana con la venda en la cabeza, sintió una profunda angustia.

Sin embargo, la reacción de Dayana fue totalmente distinta. Para ella, Elsa seguía siendo aquella amiga tímida y estudiosa que apenas se atrevía a usar blusas de tirantes. Pero lo que veía ahora era una mujer deslumbrante y segura de sí misma, sin rastro de aquella chica insegura.

Era una mujer elegante y sensual, con un aura de sofisticación que no encajaba con sus recuerdos.

—¿Elsa? Pero… te ves tan… tan… —titubeó, buscando las palabras.

—¡Tan buena! —exclamó finalmente, dándose cuenta demasiado tarde de que su filtro de adolescente había fallado estrepitosamente.

Elsa se quedó boquiabierta.

—Dayana, hace cinco años fuiste tú la que me ayudó con mi cambio de imagen. Y desde entonces no he vuelto a cambiarlo —respondió, claramente ofendida por el torpe comentario.

  Dayana se dio cuenta de que había sido demasiado directa.

—¡Elsa, no me refiero a eso! Quiero decir que te ves espectacular, radiante… ¡Hermosa! —se corrigió, llevándose las manos a las mejillas con un entusiasmo casi infantil.

Elsa miró a Felicia, buscando una explicación para el comportamiento inusualmente alegre y desinhibido de su amiga, tan diferente de la mujer seria y reservada que conocía.

Felicia asintió, comprendiendo.

—Elsa, lo que pasa es que Dayana se golpeó la cabeza. Aún no sabemos bien qué ocurrió, pero ha perdido la memoria. No recuerda nada de los últimos años: ni a Ares, ni a Dulce, ni a esa gente… —explicó, mientras Elsa alzaba las cejas, asombrada.

—Dayana, ¿en serio no recuerdas nada? ¿Ni siquiera a ese canalla de Ares ni a la bruja de Dulce? —preguntó Elsa, sin poder disimular su desprecio.

Dayana negó, cada vez más confundida y asustada.

Felicia sabía que debían hablar con cuidado, pero también que Elsa no se mordería la lengua. Así que, con voz baja, le contó todo lo que sabía sobre ese matrimonio tóxico, al menos, lo que Dayana le había confesado en sus momentos más débiles: las manipulaciones de su suegra, las humillaciones de sus cuñadas, la fría indiferencia de su esposo y los constantes sabotajes de Dulce, la cuñada favorita de Ares.

Mientras escuchaba, Dayana se señalaba a sí misma, incrédula. No podía creer que ella, la que soñaba con ser abogada penal, hubiera permitido que la trataran así. Que se hubiera dejado domesticar. Que hubiera aceptado, incluso, alejarse de su tía y su mejor amiga solo porque los Bianchi así lo decidieron.

Cuando terminaron de hablar, una indignación feroz y liberadora le recorrió el pecho. ¿Quién demonios se creían que eran? No lo reconocía. Y, por primera vez en años, Dayana sintió alivio por no recordar.

Mario y el neurólogo diagnosticaron amnesia selectiva, y así permaneció una semana. Pero la gente de Ares fue a buscarla. Un guardaespaldas malencarado se acercó con fastidio.

—El señor pidió que la llevemos a casa. No haga problemas —espetó, como si hablara con un mueble.

Sin embargo, Dayana, al percibir su hostilidad, actuó por puro instinto. Tomó sin previo aviso la bandeja de metal de la mesita y la estampó contra su frente con un golpe seco y hueco. La indignación le hervía en la sangre; nadie, absolutamente nadie, le hablaba así.

Elsa se asustó, pero también una sonrisa de orgullo salvaje le iluminó el rostro. ¡Así era la Dayana de antes! Altiva, impetuosa, incapaz de permitir que nadie la humillara.

El guardaespaldas, desprevenido, solo sintió el calor de la sangre corriendo por su ceja. No entendía qué había pasado hasta que Dayana habló, con una voz gélida que no admitía réplica:

—Es la última vez que me hablas en ese tono. No importa para quién trabajes. A mí, me respetas.

Se puso de pie, ya vestida. Aunque su tía y Elsa se oponían, Dayana estaba decidida a ir a recoger sus cosas y a desenterrar los huesos de ese matrimonio que llamaban suyo.

El guardaespaldas no dijo nada. La siguió en silencio, sosteniendo su frente sangrante, con la certeza repentina de que llevaba a una fiera suelta de vuelta a la jaula, y que el dueño no tenía idea de lo que se le venía encima.

Dayana entró en la mansión Bianchi sin reconocer absolutamente nada. Todo le parecía ajeno, frío y sofocante, como una cárcel de mármol y seda sin un solo rastro de su personalidad.

En el salón principal, Bárbara la esperaba con una mirada de desprecio absoluto, como si hubiera visto un insecto arrastrándose por su alfombra persa.

—Qué bien que volviste. Ya dejaste de fingir esa patética tontería de la enfermedad —escupió la mujer, acostumbrada a la nuera sumisa que siempre se había doblegado.

—Pero no creas que te salvarás del castigo por tu berrinche.

Las gemelas, Emilia y Emanuela, solaron risas burlonas y demasiado altas.

—Vamos, Dayana, ese truco de "pérdida de memoria" no te funcionará —dijo Emilia, mientras su hermana asentía como un loro.

—Dulce es intocable y lo sabes.

Dayana las miró con una mezcla de desdén y genuina curiosidad, como un entomólogo estudiando dos especímenes particularmente irritantes.

—Perdón, pero ¿quiénes son ustedes? Para empezar, bájense de esa nube y hablen con educación —respondió, barriéndolas con la mirada.

—Ya les dije que solo vine por mis cosas. No tengo tiempo para dramas de telenovela barata.

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