La cuna crujió ligeramente cuando me incliné para acomodar mejor la cobija sobre su pequeño cuerpo. Mi hijo dormía, con los puñitos cerrados junto a las mejillas y el gesto plácido de quien aún no ha sido tocado por el mundo. Lo observé durante largos minutos, como lo hacía cada madrugada, como si solo con mirar pudiera protegerlo de todo lo que existía más allá de esas paredes.
Pero esa noche, no era suficiente.
No importaba cuán perfecto luciera ese momento. Algo dentro de mí se removía con la furia sorda de una tormenta contenida.
Me alejé despacio, sentándome al borde de la cama con las manos temblorosas. El cuarto estaba en s