El sonido de las teclas resonaba como un metrónomo en la madrugada, acompasando el ritmo acelerado de mis pensamientos. La oficina improvisada en el rincón del departamento había dejado de ser un simple espacio de trabajo: ahora era mi mundo. Una mezcla caótica de planos, mood boards, pantallas divididas en Zooms y tazas de café a medio terminar.
Bruma Estudio había despegado más rápido de lo que me permití soñar. Lo que empezó como una idea romántica —ayudar a marcas pequeñas a contar su historia—, se transformó en un torbellino de contratos, llamadas internacionales, y nuevos clientes que llegaban gracias al boca a boca o a los contactos que, sin darme cuenta, había ido sembrando a lo largo de los años.