El cielo estaba cubierto por una capa uniforme de nubes grises que parecía haberse estirado sobre el mundo solo para acentuar el tono del día. Las gotas de lluvia no caían, pero se sentían suspendidas, esperando el momento adecuado para derrumbarse como yo me sentía por dentro. El viaje fue silencioso, y no porque el tren estuviera vacío —sino porque mis pensamientos no dejaban espacio para el ruido del mundo exterior.
Santiago me abrazó con fuerza antes de irme, su palma cálida en la base de mi espalda, su aliento suave en mi oído. “Recuerda que no tienes que cargar con nada que ya no te pertenece”, susurró. Me aferré a esa frase como un mantra mientras la ciudad se diluía tras la ventana del tren.
No estaba lista.