El cielo estaba cubierto por una capa uniforme de nubes grises que parecía haberse estirado sobre el mundo solo para acentuar el tono del día. Las gotas de lluvia no caían, pero se sentían suspendidas, esperando el momento adecuado para derrumbarse como yo me sentía por dentro. El viaje fue silencioso, y no porque el tren estuviera vacío —sino porque mis pensamientos no dejaban espacio para el ruido del mundo exterior.
Santiago me abrazó con fuerza antes de irme, su palma cálida en la base de mi espalda, su aliento suave en mi oído. “Recuerda que no tienes que cargar con nada que ya no te pertenece”, susurró. Me aferré a esa frase como un mantra mientras la ciudad se diluía tras la ventana del tren.
No estaba lista.
La ciudad me recibió con una tibieza extraña. Como si el viento que golpeaba mi rostro al salir del aeropuerto supiera que algo dentro de mí había cambiado. Que una parte de mi historia, la más oscura, la más pesada, se había quedado en aquella sala de visitas entre paredes grises.Al llegar a casa, la luz del atardecer se filtraba por los ventanales, tiñendo las paredes de dorado. El aroma de café recién hecho y pan tostado me hizo sonreír. Santiago tenía esa forma sutil de decir “te esperé” sin necesidad de palabras. Su manera de amar estaba en los detalles. En los silencios que no incomodaban, en los abrazos dados antes de preguntar.Entré con paso lento, aún descalzando el peso del día. Lo vi en la cocina, de esp
El silencio de la madrugada se sentía distinto esa noche. No era el tipo de silencio apacible que acompaña al descanso, sino uno cargado de posibilidades, de pensamientos que flotaban en el aire como promesas aún no pronunciadas. Estaba sentada en el borde de la cama, las piernas cruzadas, con la laptop abierta y un documento en pantalla que llevaba más de una hora sin que me atreviera a tocarlo.Los papeles para formalizar la creación de Bruma Estudio estaban listos. Solo faltaba mi firma. Una firma. Y sin embargo, pesaba como una condena.Santiago dormía profundamente a mi lado, su respiración lenta y acompasada. En ese momento lo envidié. Esa tranquilidad que él siempre lograba alcanzar cuando las cosas se complicaban. Yo, en cambio,
El sonido de las teclas resonaba como un metrónomo en la madrugada, acompasando el ritmo acelerado de mis pensamientos. La oficina improvisada en el rincón del departamento había dejado de ser un simple espacio de trabajo: ahora era mi mundo. Una mezcla caótica de planos, mood boards, pantallas divididas en Zooms y tazas de café a medio terminar.Bruma Estudio había despegado más rápido de lo que me permití soñar. Lo que empezó como una idea romántica —ayudar a marcas pequeñas a contar su historia—, se transformó en un torbellino de contratos, llamadas internacionales, y nuevos clientes que llegaban gracias al boca a boca o a los contactos que, sin darme cuenta, había ido sembrando a lo largo de los años.
Había una distancia silenciosa entre nosotros. No de esas que se marcan con gritos o portazos, sino de las que se filtran poco a poco como agua en una grieta: imperceptible al principio, hasta que un día el suelo se rompe bajo tus pies. Y eso fue lo que sentí al despertar sola por tercera mañana consecutiva.La taza de café seguía servida en la barra de la cocina, aún caliente, con una nota escrita por Santiago:“Salí antes. Junta con inversionistas. Te amo. —S.”Ese “Te amo” ya no pesaba como antes. No porque hubiera perdido valor, sino porque se sentía rutinario. Como una firma. Como algo que se dice porque se debe, no porque se siente con la piel erizada y el pecho agitado. Lo leí una,
El amanecer se colaba con timidez por los ventanales, dibujando líneas doradas sobre el suelo de madera. El silencio de la casa no era tenso como otras veces. No era vacío. Era contemplativo. Cálido. Como un suspiro contenido después de una tormenta.Desperté antes que Santiago. Lo observé dormir, sus pestañas largas descansando sobre sus pómulos, el cabello ligeramente desordenado, una arruga marcada en la mejilla por la almohada. Tenía el ceño relajado, los labios entreabiertos, como si soñara con algo tranquilo por primera vez en semanas. Me quedé así, mirándolo, memorizando cada línea de su rostro. Amándolo en silencio.Anoche habíamos llorado. Discutido. Gritado. Y luego nos habíamos abrazado como si nuestras vidas dependieran de ello.Porque, en cierto modo, sí dependían.
La mesa estaba iluminada por la luz temblorosa de las velas, el vino tinto descansaba en copas de cristal apenas tocadas, y el aroma de la cena —una mezcla de mantequilla, romero y pan recién horneado— flotaba en el aire como una caricia nostálgica. Era exactamente como lo habíamos querido: simple, íntimo, solo nosotros.Un año.Un año desde que me tomaste de la mano frente a todos y prometiste que no habría día en el que no intentaras hacerme feliz. Un año desde que caminé hacia ti con el corazón desbordado y los ojos empañados de amor. Un año desde que empezamos esta locura con nuestros nombres grabados en un anillo y la esperanza de que, esta vez, el amor fuera suficiente.Y lo fue.<
La palabra familia rondaba mis pensamientos como una melodía que no podía dejar de tararear, aunque aún no conociera del todo su letra. Desde que se la dije a Santiago, el deseo había ido tomando forma dentro de mí como una flor abriéndose lentamente en primavera. Pero con él, también venían las dudas. Las sombras del pasado no desaparecen simplemente porque decides vivir una vida diferente.Una semana después de nuestro aniversario, la conversación sobre tener un hijo se había vuelto recurrente. Santiago la abordaba con esa mezcla de ilusión y determinación que lo caracterizaba. A veces en voz baja, a veces entre bromas suaves, otras tantas con una ternura que me desarmaba.—¿Y si se parece
La mañana se deslizaba con una calma inusual, como si incluso el sol hubiese decidido despertarse más lento. La ciudad, que tantas veces había sido sinónimo de caos, rugidos de motores y agendas apretadas, se sentía lejana. Difusa. Silenciosa. Solo el canto ocasional de un pájaro y el roce de las sábanas acompañaban mis pensamientos.Estábamos en casa. En nuestra burbuja. Santiago se movía con torpeza encantadora en la cocina, tarareando una melodía que apenas reconocía, vestido con su camiseta vieja y su cabello aún húmedo por la ducha. Yo lo observaba desde el sofá, mis piernas bajo una manta, una taza de té en las manos y la extraña sensación de que algo, sin saber exactamente qué, estaba cambiando dentro de mí.