El reloj marcaba las siete y cuarto cuando escuché la puerta cerrarse. Supe, incluso antes de girarme, que era Santiago. Su andar era inconfundible. Preciso. Seguro. Un eco grave en la madera del suelo que siempre me había resultado reconfortante. Hasta ahora.Mi respiración se volvió más superficial mientras dejaba a un lado mi taza de té —una bebida que llevaba horas ignorando mientras ensayaba mentalmente cada palabra, cada giro posible de la conversación que llevaba semanas posponiendo.Tenía que decirle.Tenía que hacerlo ahora, antes de que esta distancia entre nosotros se hiciera tan grande que ya no pudiera salvarse con un simple “lo siento”.
Los días sin Santiago fueron un castigo que ni siquiera supe que merecía.Al principio, fue el silencio. Ese silencio espeso, cruel, como un muro entre el mundo y yo. Luego vinieron las preguntas, las dudas, las voces en mi cabeza. Las noches sin dormir, con la almohada empapada de pensamientos que no quería tener. Y finalmente, el vacío. Un hueco en el pecho donde antes habitaba su risa, su calor, su presencia.No respondía mis mensajes.No llamó.No regresó.Solo el eco de sus pasos alejándose, repitiéndose cada noche como un latido ajeno.Y yo… me perdí.Intenté seguir mi rutina. Trabajar. Respirar. Fingir que la ciudad seguía siendo mía, cuando sin él todo me parecía ajeno. Ni siquiera el proyecto que antes me había llenado de ilusión lograba quitarme el nudo en el estómago.Laura vino al departamento tres veces.La primera para traerme café. La segunda para arrastrarme fuera del sofá y obligarme a caminar. La tercera… para decirme que lo había visto.—Está en casa de Raúl —dijo si
Despertar a su lado después de haberlo sentido tan lejos era como volver a nacer. Su respiración tranquila rozaba mi cuello, y su brazo me envolvía con firmeza, como si temiera que al soltarme, todo lo que habíamos reconstruido en las últimas horas se desvaneciera de nuevo.La mañana nos encontró entre sábanas revueltas y palabras murmuradas entre besos lentos. No hablábamos de Londres, ni del proyecto, ni de lo que vendría. Solo estábamos ahí, presentes. Viviéndonos.Pero la realidad, como siempre, tenía la costumbre de tocar a la puerta sin pedir permiso.—Tenemos que decidir qué vamos a hacer —susurré contra su pecho, cuan
La maleta azul —la que tenía una rueda floja desde hacía años pero me negaba a cambiar— fue la última en cerrarse. El sonido del cierre corriendo por los bordes me dio una sensación extraña, como si con él también se cerrara un capítulo de mi vida.Me detuve en medio del departamento. Todo estaba en cajas. Las estanterías vacías. Las paredes desnudas. El aire olía distinto… como si ya no fuéramos parte de ese lugar, como si nuestros recuerdos se hubieran retirado discretamente, dejando solo el eco de lo que habíamos sido aquí.Santiago apareció en el umbral con una taza de café humeante entre las manos. Iba descalzo, en jeans y una camiseta blanca que se pegaba a su torso por la humedad de la ciudad. Su cabello alborotado me hizo sonreír.—¿Lista? —preguntó, ofreciéndome la taza.Tomé el café sin dejar de mirarlo. Ese hombre, al que una vez odié sin conocer. Ese que me desafió desde el primer día, que rompió todas mis barreras y también me obligó a reconstruirme. Ese al que amaba con u
El nuevo departamento tenía ese olor a limpio, a paredes recién pintadas y madera virgen que aún no había aprendido a resonar con nuestras pisadas. Cada rincón estaba ordenado, luminoso, minimalista… pero esperaba algo más. Algo de nosotros. Nuestra energía, nuestros silencios, nuestras carcajadas que aún no se habían posado sobre los muebles.Aún no era un hogar. Pero lo sería.Caminé descalza por el piso brillante del salón principal mientras Santiago desempacaba en la cocina, como si ya supiera dónde iba cada cosa. Su ritmo era metódico, eficiente, pero no apurado. Esta vez, no estábamos corriendo. Esta vez, no había amenazas, enemigos ocultos, pasados perseguiéndonos.Estábamos aquí porque lo elegimos.La luz del atardecer caía dorada sobre la mesa del comedor. Las cajas con mis cosas de diseño seguían apiladas en la esquina, esperando ser acomodadas. El proyecto internacional seguía en marcha, y yo trabajaría desde casa durante el primer mes antes de viajar a la sede central. Sant
Seis meses pueden pasar como un suspiro… o como un torbellino que arrastra todo a su paso. En nuestro caso, fue lo segundo.Desde que Santiago y yo nos mudamos, nuestras vidas parecían haber entrado en una especie de vorágine constante, donde los días se medían por juntas, entregas, conferencias, vuelos y cenas con clientes. Todo se había acelerado. Incluso los silencios.Yo vivía con un calendario en la mano. Entre sesiones creativas, correcciones de última hora, presentaciones para marcas globales y entrevistas con revistas de diseño, había llegado a convertirme en una de las diseñadoras más solicitadas del circuito creativo europeo. Mi nombre aparecía en catálogos, artículos, incluso en exposiciones de
La mañana llegó envuelta en una niebla espesa que parecía reflejar mi interior. Las cortinas del hotel se movían con la brisa marina, y el café humeaba entre mis dedos, pero el calor no lograba disipar el escalofrío que me recorría el cuerpo. Había dormido mal. Me revolví entre las sábanas mientras mi mente volvía una y otra vez al mismo punto: la carta. Ese sobre cerrado que aún reposaba sobre la mesa, como un animal dormido que podía despertar con solo rozarlo.Santiago se movía por la habitación con esa eficiencia elegante suya, vistiéndose con una calma que me crispaba los nervios, porque yo estaba a punto de desbordarme. Cada pequeño botón que cerraba con precisión, cada paso firme sobre la alfombra, contrastaban con mi caos interno. No hablaba. No me presionaba. Pero sabía que estaba esperando.Esperan
El sonido de pinceles deslizándose sobre lienzos y herramientas resonando en un taller llenaba las calles del pequeño pueblo costero. Bianca y Luca habían decidido que era hora de construir algo que no solo reflejara sus talentos, sino también el compromiso que tenían con su nueva vida. Bianca, con su amor por el arte, había abierto una pequeña galería en el centro del pueblo, mientras Luca, con su habilidad para reparar y construir, había transformado un viejo garaje en un taller mecánico.Desde el principio, ambos sabían que no sería fácil. El pueblo, aunque acogedor, tenía su ritmo lento, y convencer a los habitantes de que apostaran por ellos requería paciencia.Bianca pasó semanas transformando un antiguo almacén en su galería de arte. Las paredes, antes grises y descuidadas, ahora brillaba