El reloj marcaba las siete y cuarto cuando escuché la puerta cerrarse. Supe, incluso antes de girarme, que era Santiago. Su andar era inconfundible. Preciso. Seguro. Un eco grave en la madera del suelo que siempre me había resultado reconfortante. Hasta ahora.
Mi respiración se volvió más superficial mientras dejaba a un lado mi taza de té —una bebida que llevaba horas ignorando mientras ensayaba mentalmente cada palabra, cada giro posible de la conversación que llevaba semanas posponiendo.
Tenía que decirle.
Tenía que hacerlo ahora, antes de que esta distancia entre nosotros se hiciera tan grande que ya no pudiera salvarse con un simple “lo siento”.