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El folder seguía ahí, como una sentencia de muerte esperando ser ejecutada.

Mi nombre brillaba en la portada con una crudeza absurda, como si estuviera impreso con tinta indeleble, imposible de borrar.

Santiago no me quitaba la vista de encima.

No con la intensidad de otros momentos, no con esa mirada cargada de una tensión peligrosa como cuando estábamos demasiado cerca.

Esta vez era diferente.

Esta vez, me observaba con el análisis meticuloso de un hombre que está buscando grietas en la fachada de alguien.

Como si esperara que me delatara con un gesto, con un parpadeo de más, con la vacilación en mi voz.

Respiré hondo, tratando de mantener la compostura, pero el aire se sentía espeso en mi garganta.

—No sé qué esperas que te explique —dije finalmente, con la voz lo más firme que pude.

Santiago no reaccionó de inmediato.

Solo deslizó el folder hacia mí con dos dedos, su movimiento medido y calculado.

—Ábrelo.

Me quedé inmóvil.

—Santiago…

—Ábrelo.

El tono de su voz no cambió, pero la
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