El sol acariciaba mi piel con esa calidez que no quema, solo envuelve. Las olas rompían suavemente contra la orilla, dejando pequeñas espumas que se disolvían en la arena como suspiros. El aire salado y tibio llevaba el sonido de las risas de nuestro hijo, corriendo por la playa con sus pequeños pies descalzos, dejando huellas breves que el mar borraba casi al instante.
Santiago estaba junto a mí, con una sonrisa que no era la misma de años atrás. Ya no había sombras detrás de ella. Era la sonrisa de un hombre que había peleado todas las guerras y, contra todo pronóstico, había ganado.
Yo también había cambiado. Lo sentía en mi cuerpo, en mi respiración, en la forma en la que mis dedos rozaban su brazo mientras lo miraba. Hab&ia