Caterine odiaba aquellas cuatro paredes que la mantenían prisionera. Eran frías, opresivas, sofocantes, y cada día que pasaba se sentían más estrechas, como si quisieran devorarla. Pero podría haberlas tolerado un poco más de no ser por Ovidio.
El imbécil se había tomado muy en serio su papel de verdugo. Siempre que venía a verla, lo hacía con la única intención de recordarle su poder, de deleitarse con su sufrimiento. Se burlaba de ella y la golpeaba con la crueldad de quien disfruta la miseria ajena. Aun así, Caterine jamás le había dado el placer de verla suplicar. Aguantaba con los dientes apretados, tragándose el dolor y enfrentándolo con la mirada.
El tiempo comenzaba a desdibujarse. No sabía exactamente cuántos días llevaba encerrada, pero estaba segura de que al menos eran cuatro. Y con cada hora que transcurría, empezaba a sentirse más asustada. Demasiado tiempo a solas con sus pensamientos le dejaba espacio para imaginarse los peores escenarios. ¿Y si nunca la encontraban? ¿