Caterine dio un suave golpe en la puerta del despacho de Corleone antes de entrar. Él alzó la mirada de sus documentos y le dio una leve sonrisa al verla.
—¿No vas a recostarte? —preguntó Caterine.
—Iré en un momento.
Caterine sabía que no era cierto. En la última semana, él apenas dormía lo necesario. Cada noche se iba a la cama demasiado tarde y se levantaba temprano. Las sombras bajo sus ojos se habían oscurecido, y las líneas de expresión en su rostro parecían haberse marcado más cada día.
Sin decir nada más, avanzó hasta él y se coló entre su cuerpo y el escritorio. Se acomodó sobre sus piernas con las piernas a cada lado de las de él y entrelazó los dedos detrás de su nuca.
—No me gusta dormir sin ti a mi lado. La cama es demasiado grande y fría para mí sola. Y ni hablemos del sexo… No es que queje de hacerlo al amanecer o cuando me acorralas en algún rincón de la casa…
—Eres tú quien suele acorralarme —interrumpió Corleone.
—Eso es debatible —dijo—. Como iba diciendo, no me est