Corleone deslizó suavemente su mano por la espalda de Caterine, acariciándola con lentitud. De vez en cuando, le vertía un poco de agua tibia. En aquellos momentos con ella, podía olvidar todo lo demás. No había preocupaciones ni sombras acechantes, solo tranquilidad. Se sentía en paz.
Después de haberle confesado sus temores, había pensado que se sentiría débil y avergonzado, pero no fue así. Tal vez porque en los ojos de Caterine no encontró ni lástima ni esa condescendencia que tanto había temido. Solo vio comprensión y eso era reconfortante.
—Deberíamos salir —murmuró cuando el agua comenzó a enfriarse—. No quiero que te enfermes.
Caterine, con los ojos pesados por el sueño, se incorporó con cierta pereza. Soltó un pequeño bostezo y asintió.
—Déjame ayudarte —dijo él.
Se puso de pie, de inmediato, y salió primero de la bañera, luego le ofreció la mano para ayudarla a salir. En cuanto estuvo fuera, la envolvió con cuidado en un albornoz y le entregó una toalla para el cabello antes