Corleone abrió los ojos y parpadeó, desorientado. Durante un instante, el mundo a su alrededor fue solo sombras y silencio. La oscuridad lo envolvía casi por completo, apenas rota por una tenue luz que llegaba desde atrás. Luego, el sonido rítmico de las olas rompiendo en la distancia le devolvió claridad.
Bajó la mirada y una sonrisa, inevitable, se dibujó en su rostro al ver a Caterine profundamente dormida. Su respiración era pausada, tranquila, y su cuerpo cálido descansaba sobre él con una naturalidad que lo desarmaba.
Tal como ella lo había planeado, habían pasado el día relajándose. Nadaron en el mar y jugaron como si fueran un par de niños. Corleone no había desaprovechado ninguna oportunidad para robarle algún beso cada vez que podía. Más tarde, cuando el sol comenzó a descender, se acomodaron en las perezosas frente al porche y observaron el atardecer. En algún momento, cuando la oscuridad empezó a envolverlos, Caterine se deslizó hasta la perezosa en la que él estaba y se l