—Gracias, Sharon. Sabe Dios que tu amistad ha sido un regalo inapreciable. Has hecho mi vida más fácil y me animaste en momentos de tristeza y fracaso— Regina apretó su mano.
—Lo mismo digo. Es lo que somos, amigas para siempre.
—Sí, lo somos. Soy tan feliz. Hace unos meses mi vida era oscura, llena de trabajo y preocupaciones. La enfermedad de mi pobre tía, la imposibilidad de mi hermana de estudiar lo que deseaba. Y en poco tiempo eso cambió. Como si un huracán hubiera arrasado con todo. Pero en lugar de sembrar destrucción, trajo luz y calma a mi vida. A pesar de la muerte de mi tía—se emocionó.
—Siempre va a estar en nuestros corazones. Y sabes cuán feliz estaría ella de saber que tú y tu hermana están bien, cuidadas, amadas. Regina asintió, sacudiendo las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Volvió a sonreír.
—¿Cómo estás tú?—cambió el tema y Sharon hizo un gesto de despreocupación.
—Estoy bien. Como siempre.
—Vamos. Te conozco. Hace varias semanas que veo que tus ojos ha