Le sonreí a Mateo con picardía.
Él se levantó, se puso una bata y, mientras me revolvía el cabello con cariño, dijo:
—Espera, voy a cocinar.
Lo miré mientras se alejaba y sentí que el corazón se me llenaba de dulzura.
Qué importa ser descarada, al final resultaba que serlo no tenía nada de malo.
Después de cenar, habíamos pensado en ir a casa de Alan para recoger a los niños.
Pero Alan insistió en que estaban jugando fuera y que al día siguiente los llevaría directo a la escuela, dándonos la oportunidad de seguir disfrutando un poco más de nuestro tiempo a solas.
Mateo no puso ninguna objeción, lo que me hizo sospechar que planeaba agotarme otra vez toda la noche.
Por suerte, esa noche no hizo nada, solo me abrazó y dormimos juntos.
Aunque yo estaba ansiosa por quedar embarazada de nuestro tercer hijo, mi cuerpo no soportaría tantas noches seguidas de locura.
Ya habíamos hecho las paces, y mientras siguiéramos intentándolo, tarde o temprano lo lograríamos.
En cuanto a la enfermedad de