Pero este hombre era cruelmente travieso.
Si yo no respondía, él se empeñaba en hacerlo con más fuerza, obligándome a reaccionar a sus movimientos.
Al final no pude más; terminé suplicando, llorando mientras pedía clemencia.
Cuando me vio rendida, me besó los labios y, con una risa ronca junto a mi oído, preguntó:
—¿Todavía te atreves a decir que no puedo?
—Ya no me atrevo —respondí de inmediato.
En mi interior pensé: este hombre de verdad tiene un fuerte espíritu de venganza.
Solo porque una vez dije que “no podía”, ahora parecía querer acabar conmigo.
Mateo me sonrió, pero su voz aún estaba cargada de seriedad, como si estuviera molesto y enfadado a la vez.
—No eres obediente, ni un poco.
Lo miré, atónita ante esa sonrisa.
No sé si fue por la luz tenue o por la atmósfera tan cargada de intimidad, pero de la nada descubrí que su sonrisa era de verdad encantadora, reconfortante, incluso con un matiz de ternura que nunca antes había visto en él.
Sin poder evitarlo, lo abracé por el cuel