Si él lo comía, era como admitir que no podía.
Mateo siempre se empeñaba demasiado en el asunto de “ser capaz o no”.
Así, me obligó a tragarme una taza entera de sopa.
Dejó el cuenco en la mesa, se apartó dos pasos y me miró sonriendo con aire burlón:
—¿Qué tal? ¿Qué se siente comer puros afrodisíacos?
Su sonrisa estaba llena de regocijo, como disfrutando de mi desgracia.
Me hervía la sangre. Lo fulminé con la mirada, apretando los dientes.
Él ignoró mi enojo y volvió a sentarse en la silla.
—Anda, dime, ¿qué se siente? —repitió, con una sonrisa cada vez más arrogante.
Lo miré durante varios segundos y esa expresión altiva solo encendió más mi rabia.
De la nada, me levanté de golpe y caminé hacia él.
Él se recostó con calma en el respaldo de la silla, con la actitud de: ven, a ver qué puedes hacerme.
Con decisión, me senté a horcajadas sobre sus piernas.
El hombre se quedó completamente rígido, con los ojos abiertos de par en par.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, atónito.
Lo rodeé del