Carlos corrió a sostener a Camila, que gritaba de dolor.
La ropa de Camila estaba empapada de sopa, las manos enrojecidas por las quemaduras y en el cuello tenía varias marcas rojas.
Lástima que no le cayó nada a esa máscara que llama cara.
—¿Estás bien, Camila? —preguntó Carlos con urgencia, lanzándome después una mirada colérica.
Lo miré con desprecio y me burlé:
—Si no hubieras fingido amabilidad dándome la sopa, nada de esto habría pasado. Así que, Carlos, la próxima vez ten cuidado, tu falsa bondad me da náuseas.
Los labios de Carlos se apretaron. Contuvo la rabia durante unos segundos, pero no dijo nada.
Camila, en cambio, me miró con odio, como si quisiera hacerme pedazos.
Carlos la abrazó con ternura y dijo:
—Siéntate un momento, iré por el botiquín.
Entonces, mi padre me reprendió:
—Mira lo que hiciste, arruinaste una comida tranquila. ¿No puedes comer en paz? Siempre tienes que decir cosas que incomoden a todos. ¿Acaso todos te tratamos tan mal? ¿Por qué siempre tienes que bu