Mateo se quedó callado.
Bajó la mirada y se puso a bañarme con seriedad.
Yo mordí mis labios y las lágrimas no paraban de caer.
Supongo que no me creyó.
Si me fuera a creer, hace cuatro años no me habría tratado así.
De la nada sentí que el cuerpo me fallaba, me dejé caer suavemente contra la bañera.
El vapor caliente subía sin parar, y mi cabeza se fue apagando, mareada.
De verdad quería dormir.
Cerré los ojos, dejando que el sueño se tragara mi conciencia.
De repente, Mateo pareció decir algo, su voz sonaba lejana.
Como si dijera:
—¿Conoces la historia de Pinocho? La gente que miente mucho está destinada a que no le crean.
¿En serio?
¿Entonces, en su cabeza, yo siempre he sido una mentirosa de cuidado, hasta el punto de que, diga lo que diga, nunca me va a creer?
Justo cuando estaba por quedarme dormida del todo, Mateo me levantó de golpe.
Luego agarró una toalla que estaba cerca, me envolvió en ella y me dijo sin tono:
—Ve a dormir a la cama.
—Ah... —murmuré medio dormida, y sentí q