Mi hermano solo desvió la mirada y no respondió.
Claro, no quería admitir que nuestro papá y esa mujer estaban mintiendo para hacerme daño.
Estaba clarísimo: él también estaba de su lado.
Qué ironía… mi propio hermano, el que me cuidó y me quiso tanto desde que era niña, algún día terminaría ayudando a otros a lastimarme.
Y mi propio padre, capaz de vender a su familia por dinero.
¿Cómo puede haber tanta maldad en el mundo?
Me reí, amarga y decidida, y lo miré fijamente:
—Ese hombre ya no es mi padre… y tú, tampoco eres mi hermano.
—Aurorita… —dijo con una cara de preocupación, intentando acercarse a mí.
Retrocedí y miré a Mateo.
Él estaba callado, recostado en el respaldo de la silla.
Sus ojos enrojecidos me observaban sin mostrar ninguna emoción:
—¿Tienes algo más que decir?
Todos me acusaban falsamente, hasta mi hermano.
Entonces, ¿qué más podía decir?
Me reí y los miré a cada uno de ellos, con mis ojos llenos de desprecio.
Mateo cerró los ojos y, en su cara seria y atractiva, apare