Como ya le había dicho antes, después de cenar tenía que volver a casa a estar con mi mamá.
Pero ahora él me abrazaba, sin querer soltarme.
Sentía su aliento tibio en mi oído, con ese tono claro de deseo.
Su respiración me hacía cosquillas y me daba escalofríos.
De pronto, Mateo me giró para mirarme de frente y me besó suavemente.
La calefacción ya estaba encendida en la habitación, y yo ya me había quitado el abrigo. Solo llevaba una camiseta de tela delgada.
Sus manos se metieron por debajo y encendieron chispas en toda mi piel.
Las piernas me temblaban; me apoyé en su pecho y le susurré:
—Mateo, no…
Mateo paró de inmediato.
Sus ojos oscuros seguían fijados en mí, llenos de deseo. Sus músculos se tensaban, como si le costara mucho contenerse.
Tomé aire, me agarré de su brazo para no caerme, aunque las piernas aún me temblaban.
Ahora besaba mucho mejor. Solo unos minutos y ya me tenía toda sensible.
Su mano, firme y un poco áspera, seguía bajo mi ropa, pero ya no se movía.
Me miró fij