—¿Qué pasó aquí? —pregunté con desconcierto.
Mateo tenía la cabeza agachada, y la mano en la frente. Un aura amenazante lo envolvía por completo.
Al oír mi voz, levantó la cabeza rápido.
Me dio un susto.
Sus ojos estaban completamente rojos de la rabia.
Mi corazón dio un brinco. Rápido me le acerqué:
—¿Qué ocurrió? ¿Alguien vino a decirte algo que no te gustó? ¿Por qué estás tan alterado?
Me tomó de la mano, con una mirada penetrante:
—Pensé que te habías ido.
Lo miré, asombrada:
—¿Pensaste que me había ido y por eso rompiste todo esto? ¿Tiraste los medicamentos y el vaso por eso?
Miró a otro lado, sin decir nada.
Lo admito: este hombre tiene un carácter bastante inestable.
Recogí los medicamentos del suelo y le dije:
—Fuiste tú el que los tiró, así que si se ensuciaron, te los tomas igual.
Él suspiró, sin dignarse a responderme.
Qué risa. Tan viejo y aún tan orgulloso.
Después de recoger todo, fui por una escoba y barrí los cristales rotos del suelo.
Al terminar, me giré y lo encontré