Pero él ni siquiera me miró. Apenas salió del centro de detención, caminó directo hacia el estacionamiento sin desviarse ni un poco.
Me puse nerviosa y me levanté de una vez para seguirlo:
—Mateo... ¡ah!
Había esperado tanto tiempo que mis piernas y pies estaban entumecidos por el frío.
Apenas me puse de pie, un dolor me recorrió los tobillos y las plantas de los pies, haciéndome doblar del dolor.
Por fin, Mateo se detuvo.
Cojeando, me le acerqué.
—Mateo, ven aquí, quiero hablar contigo —le grité.
Él se quedó parado unos segundos y, al final, se dio la vuelta para mirarme.
Su mirada era molesta y distante, como si mirara a una completa desconocida.
Me preguntó con voz seria:
—¿Qué quieres?
Al escuchar su tono, tuve un dolor en el pecho. Me sentía triste y ofendida.
Me costó mucho llegar frente a él, hasta cojeé.
Mateo bajó la mirada hacia mí. Sus ojos seguían indiferentes, sin rastro de amor.
Inhalé profundo, incómoda, y le pregunté:
—¿De verdad piensas no hablarme nunca más?
Él no res