Apenas terminó de hablar, Miguel se marchó furioso.
Después de repetirle varias veces a Mateo que debía cumplir con su palabra, la madrastra de Mateo se fue con él, apresurada.
Cuando se fueron, por fin la habitación volvió a estar en silencio.
Miré hacia la puerta, pero la figura que se asomaba ya había desaparecido. No sabía en qué momento se había ido Javier.
Me volteé para revisar la herida de Mateo.
La herida en su pecho se había abierto una y otra vez, y con lo que acababa de hacerle Miguel, estaba ahora sangrando como si nunca se la hubieran cerrado.
Me dolía tanto el corazón que no pude evitar llorar.
—Te duele mucho, ¿verdad?
Y no me refería solo a esa herida, sino a lo que sentía en su corazón.
Cualquiera se sentiría devastado si su propio padre lo tratara así.
Mateo me secó las lágrimas y me respondió, con una sonrisa tierna:
—No me duele. Mientras estés conmigo, no me duele nada.
Lo miré, con los ojos llenos de lágrimas, y en ese momento vi claramente en sus ojos un amor pr