Sus ojos tenían una mezcla de burla y desconfianza:
—Me has mentido tantas veces. Dime, ¿piensas que todavía puedo creerte?
—¡Es verdad! —dije, llorando desesperada.
—Ahora me tienes vigilada, no puedo hacer nada sin tu permiso.
—¿Quién sabe?
Mateo me contestó con voz baja, sin emoción:
—Siempre has sido mentirosa. Nunca te comportas. ¿Quién dice que, si sales, no lo intentas otra vez?
Se levantó y, sin apurarse, empezó a acomodarse la bata que yo le había aflojado antes.
Bajó la mirada hacia mí, sin mostrar ninguna emoción. La pasión que le brillaba en los ojos ya había desaparecido.
Me miró, con una sonrisa burlona:
—¿Quieres algo de mí y por eso vienes a complacerme? Qué fácil te crees que soy, ¿no, Aurora?
Apreté el borde de la alfombra con los dedos, clavándole la mirada con rabia.
Pensaba que si lo complacía, si le daba gusto, me dejaría salir.
Pero, otra vez, me ilusioné yo sola.
Cuando alguien te desprecia de verdad, no le queda ni un poquito de compasión.
Mateo terminó de acom