—Pero igual tienes que decirle que fue tu mamá la que cocinó —le insistí.
Esta vez Alan no preguntó nada, solo asintió:
—Está bien, mientras tú sigas trayéndole comida todos los días, no hay problema.
Como ese día yo le preparé la comida a Mateo y hasta comí un poco, me sentía rara, pero feliz. Cuando volví al apartamento ya era tardísimo. Apenas terminé de bañarme, sonó mi teléfono. Pensé que era Mateo… el corazón se me aceleró. Pero en la pantalla apareció el nombre de Javier.
Ese nombre siempre me recordaba esa noche horrible. Mi buen humor se fue por completo. Colgué con rabia, me acurruqué en el sofá y sentí que me hundía otra vez en ese dolor y esa desesperación que tanto me costaba quitarme de encima. El teléfono seguía sonando; era él otra vez. Lo apagué de golpe y lo tiré al sofá, furiosa. La angustia, la culpa y la impotencia me atacaron como una ola que me cubría de pies a cabeza.
Respiraba agitada, tratando de convencerme a mí misma.
«No pienses en eso. Mañana tienes que pr