Me tapé la boca y, al final, empecé a llorar; sentía que me ahogaba de dolor. Alan se quedó callado al teléfono unos segundos; después, habló molesto:
—¿Y por qué estás llorando? Si de verdad te importara Mateo, no te habrías ido con Javier anoche. Recién a esta hora te acuerdas de llamar para preguntar por él. ¿No crees que ya es demasiado tarde? En fin, deja de llorar. Mateo todavía no se ha muerto.
—Dime en qué hospital está —le pregunté; sentí cómo me quedaba sin voz.
Alan no se complicó y me dio de una vez el nombre y la dirección del hospital; pero antes de colgar, añadió, muy irritado:
—Te advierto: ni se te ocurra venir con Javier, o te juro que te rompo la cara.
Y colgó la llamada. Yo respiré hondo, adolorida; puse el teléfono en el piso y volteé para salir. Javier me preguntó rápido:
—¿Vas a ver a Mateo?
No le contesté, pero enseguida volvió a agarrarme. Sentí un asco horrible, así que me solté a la fuerza y, con los ojos cerrados, le grité:
—¡No me toques!
Me sentía tan débi