Me quedé en la cama, aturdida, y me tomó un momento darme cuenta de que estaba en la casa de Javier. Ya había amanecido por completo y la luz del sol se colaba por las rendijas de las cortinas. Me quedé mirando el techo, todavía confundida.
Toc, toc, toc...
Los golpes en la puerta no paraban.
Lo noté, pero no me moví. Tenía muy presente lo que Javier había hecho la noche anterior y, además, todavía me tenía prisionera, así que no quería verlo para nada. Los golpes siguieron un rato, y luego escuché su voz tranquila:
—Aurora, ¿puedes abrir?
No me moví. De repente, se rio y dijo despacio:
—Aurora, al fin y al cabo esta es mi casa; si quiero hacer algo, ¿crees que una puerta me va a detener?
Cierto, era su territorio. Si quería entrar a la fuerza, tenía mil maneras de lograrlo.
—Sé buena, abre, solo quiero hacerte la curación de la frente —dijo Javier, con esa voz siempre tan calmada.
Me mordí el labio, aguantándome el mareo, y me levanté de la cama. Pero cuando me puse de pie, el dolor