Sentí otra punzada de ironía en el pecho.
En Bruno veía ahora a otro Carlos. No comprendía qué encanto tenía Camila para que Carlos y Bruno se le entregaran así, ciegos y convencidos.
El jefe de los guardaespaldas no dijo más; gritó con un tono seco:
—¡Ahora!
En un instante, los cuatro hombres cargaron contra Bruno con los cuchillos en la mano.
Bruno era médico, no sabía pelear ni llevaba arma; pronto le dieron varios cortes.
En ese momento el equipo de seis llegó en auto. Me subí en él sin perder la calma, ordené que lo acercaran a la escena y cuando los faros apuntaron al pabellón, los cuatro guardaespaldas fingieron huir dando gritos:
—¡Viene gente, corran!
Y se esfumaron como fantasmas.
Allí quedó Bruno, tirado en el suelo, cubierto de sangre.
Me bajé del auto y dejé que los seis hombres hicieran creer que corrían tras los cuatro que "habían huido". Luego corrí hacia Bruno, interpretando el papel de la salvadora:
—¡Dios mío! ¿Bruno, estás bien?
Los guardaespaldas que contraté tenía