Mi padre le echó un vistazo a mi tazón y enseguida se sirvió un poco de sopa. Justo sacó un hueso con carne y me dijo, cariñoso:
—Hija, mira, estás más delgada últimamente. Come un poco más, tienes que alimentarte bien.
Dicho eso, dejó ese trozo de carne en mi tazón.
Tenía el tazón cerca de los labios cuando, de repente, el pedazo cayó dentro y salpicó el caldo. Al instante, un olor grasoso y pesado me golpeó la nariz. No pude contenerme. Dejé el tazón, me tapé la boca y corrí al baño.
—¿Qué… qué le pasa ahora? —escuché la voz confundida de mi padre detrás de mí.
Me incliné sobre el lavabo y vomité sin parar. Estuve así un buen rato, y lo único que salió fue el sándwich que había comido en la mañana. Apoyé las manos en el mármol, sintiendo que me quedaba sin fuerzas. Todo el cuerpo me temblaba, tenía la garganta irritada y dolor en el pecho.
Cuando alcé la mirada, vi una cara muy pálida al espejo. Me asusté.
“¿Y si en serio estaba enferma? ¿Y si algo en mi cuerpo iba mal?”
Entonces, el