Mateo también me miró.
Seguía con esa mirada tan penetrante que parecía atravesarme en dos.
Sentí un tirón en el pecho, desvié la vista, apreté los dientes por el dolor en la rodilla y me acerqué como pude, tratando de no mostrar lo mal que estaba.
—Aurorita, llegas justo a tiempo, dile a Mateo... —empezó a decir mi papá.
—¡Papá, por favor! —le corté con voz firme, agarrándolo del brazo.
—Tus asuntos los hablamos después. Ahora ven conmigo.
—¡Ay, espera un momento! —dijo él, quitándome de encima, impaciente.
—¿Después? ¡Esto es de vida o muerte! Si no piensas ayudar a tu padre, entonces no te metas. No estorbes mientras yo hablo con Mateo de lo que importa.
Me empujó a un lado.
Miré desesperada a Mateo.
Él estaba encorvado, encendiendo un cigarro sin apuro, como si nada le importara.
Dio una calada larga y, sin siquiera levantar la mirada, preguntó:
—¿Qué pasa? Habla de una vez.
—Bueno, Mateo... —mi papá se frotó las manos, nervioso, bajando la cabeza como si ya no quedara nada de lo q