De repente, escuché un silbido distinto.
El mastín rugió y se lanzó sobre mí.
Me asusté y traté de apartarme, pero la bestia me tiró al piso.
—¡Aurora! —gritó Mateo, arrojándose hacia mí y sujetando al mastín por el cuello.
El perro me enseñaba los colmillos, mientras gotas fétidas caían directo de su boca sobre mi cara.
Quedé paralizada de miedo.
Si Mateo no lo hubiera sujetado a tiempo, ese monstruo me habría arrancado la garganta.
—¡Basta! —le gritó con furia Waylon a Henry.
Después de otro silbido distinto, el mastín, poco a poco, se calmó.
Ladró una vez, soltó a Mateo y corrió hacia su amo, moviendo la cola.
Mateo me ayudó a levantarme y me revisó con preocupación:
—Dime, ¿te lastimó?
Dije que no, mirando con angustia sus brazos.
Ambos estaban llenos de sangre.
Me volteé hacia Henry, furiosa:
—¿Tienen idea del crimen que están cometiendo? ¡Soltar un perro así en plena ciudad!
Henry respondió, con una sonrisa descarada:
—Perdón, parece que no lo entrené bien. Prometo entrenarlo mej