El teléfono sonó y era la voz de mi papá.
Hablaba con ese tono cuidadoso, como tratando de tranquilizarme.
Me preguntó:
—Aurorita, ¿qué estás haciendo? ¿Estás con Mateo otra vez?
No sé por qué, pero al escucharle ese tono tan fingido y justo mencionar a Mateo, algo dentro de mí se encogió.
Pregunté con seriedad:
—¿Para qué me llamas?
—Es que, Aurorita, estuve metido en un proyecto con alguien, pero salió mal y perdí... —dijo, con la voz cargada de preocupación.
Respondí, molesta:
—¿Y ahora quieres que te preste dinero?
—Ay, Aurorita, ¿qué forma de hablar es esa? ¿Por qué siempre me tratas así? Solo perdí unos millones, es plata que me prestaron, y ahora tengo que devolverla. ¿No podrías pedirle a Mateo...?
—¡Ni se te ocurra!
No aguanté más. Estallé, gritando con todo lo que tenía guardado:
—¿Por qué siempre haces lo mismo? Siempre metido en apuestas o negocios sin sentido. ¿No puedes estar tranquilo si no estás perdiendo plata?
—Tienes tantas deudas, ¿de dónde se supone que voy a sacar