Su voz sonó ronca, como la de un demonio furioso.
Cada palabra venía cargada de resentimiento y rabia guardada.
A juzgar por el tono, Camila debía estar tan enfurecida que le hervía la sangre.
Waylon alzó la vista, con una sonrisa burlona:
—¿Qué pasa, Camila? ¿Tienes algo que decirme?
Cuando lo oyó, Camila cambió por completo la expresión.
Se mordió el labio y se puso en plan de víctima, casi por llorar, pero antes de hablar, Waylon volteó y entró al salón privado sin darle oportunidad de decir nada.
Contuve la risa.
¿En qué se basaba esta mujer para estar tan segura de que Waylon nunca la iba a matar?
Me volteé hacia ella, con una sonrisa malvada:
—Con lo segura que sonabas antes, casi me creí que el señor Dupuis sentía algo especial por ti. Pero parece que ni siquiera te soporta.
—¡Cállate! —escupió Camila, con los ojos enrojecidos de ira.
—Tienes heridas —dije, sonriendo—, no deberías alterarte tanto. Si te pasa algo aquí, no hay ningún perrito faldero que venga a consolar a Camila.