De repente, un agudo grito de terror retumbó en el patio.
Era la voz de Embi.
Se me detuvo el corazón un segundo y salí corriendo sin pensarlo. En cuanto llegué a la puerta una sombra negra y enorme saltó frente a mí.
Me quedé paralizada: era un mastín tibetano. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Embi, mi Embi... Miré a mi alrededor, desesperada. El patio era un caos.
El animal era tan grande y feroz que ni los guardaespaldas se atrevían a acercarse demasiado, y solo intentaban ahuyentarlo con las armas que llevaban.
Seguí los sollozos asustados de Embi y por fin los vi: los dos niños estaban detrás de los guardaespaldas.
Embi estaba en el suelo, pálida del miedo, y Luki la cubría con su cuerpo. La miraba con la cara tensa mientras vigilaba al mastín que les enseñaba los dientes.
Corrí hacia ellos. Con una mano cubrí a Luki y con la otra alcé a Embi en brazos.
—¿Están bien? ¿Se lastimaron? ¡Rápido, díganme si están heridos! —temblaba mientras preguntaba.
—Mami, mami...
Embi abrazaba