Sin dejarlo terminar, le metí un bocado en la boca.
Intrigado, él me miró.
Yo agarré espaguetis con el tenedor, comí un bocado y murmuré:
—Habla menos, que me bajas el ánimo.
Él hizo mucho esfuerzo por tragar y me miró en silencio, con los labios apretados.
Volteé un poco, casi dándole la espalda, y seguí comiendo. Si no, ya se iban a echar a perder. Además, me moría de hambre. No estaba para escucharlo.
Si no quería comer, pues que no comiera. Yo no iba a insistir.
Pasó un buen rato. Yo casi había terminado mi tazón y él no había tocado el tenedor.
Blanqueé los ojos con rabia, tomé su plato y me levanté para tirarlo a la basura.
De repente, me agarró del brazo, con una mirada dolida:
—¿Qué haces?
—¡Tirarlo! Si nadie lo va a comer, ¿para qué dejarlo ahí?
Mateo apretó los labios, me quitó el tazón de las manos sin decir nada y empezó a comer en silencio.
La verdad, él comía de forma muy cuidadosa, en bocados pequeños. Incluso los espaguetis los enrollaba poco a poco.
A su lado, yo me