La gente no paraba de entrar y salir del hospital. A un lado de la calle, vi estacionada una camioneta negra.
La reconocí de inmediato: era de Mateo.
Mi corazón dio un vuelco.
Me limpié las lágrimas y corrí hacia allí.
Él aún no se había ido, seguía esperándome. Eso significaba que todavía había una oportunidad, ¿no?
Abrí la puerta del asiento del copiloto y vi que estaba apoyado sobre el volante.
No se movía; aun así, todo su cuerpo se veía rígido. El ambiente dentro del carro era sofocante, lleno de tensión.
Casi sin poder respirar, me senté.
—Mateo... —dije en voz baja.
Quise decir muchas cosas, pero no supe por dónde empezar.
Entre nosotros se habían acumulado demasiados malentendidos, tantos que hasta las explicaciones se sentían débiles e inútiles.
¿En qué momento la confianza entre él y yo se volvió tan frágil?
Pasó un buen rato hasta que Mateo levantó la cabeza, despacio.
Mateo miró al frente y, con voz serena, dijo:
—La enfermedad de Embi... voy a buscar a los especialistas qu