Sin duda, la pareja estaba viviendo una noche perfecta, aunque no todos podían decir lo mismo… especialmente David.
Sentado en una mesa con el ceño fruncido y la mirada perdida en el vaso, hervía de rabia mientras recordaba cada gesto de Alía con Samuel durante el evento.
—Ese idiota me va a pagar la humillación que estoy viviendo —masculló entre dientes, convencido de que el causante de todo era Samuel Anderson.
Su obsesión no lo dejaba pensar con claridad.
—¿Cómo pudo preferir a un huérfano antes que a mí? —repitió, con el ego herido más que el corazón.
La persona que lo acompañaba lo miró con una mezcla de incredulidad y decepción. No podía creer lo que escuchaba. David hablaba como si jamás hubiera entendido lo evidente: Alía fue clara desde el principio.
Nunca le dio falsas esperanzas… fue él quien se inventó un romance inexistente.
—David, cálmate. No arruines tu carrera por una historia que solo existe en tu cabeza —advirtió su compañero antes de levantarse y marcharse, cansado