Los Michelson estaban seguros de que esta vez podían derrotar a Samuel Anderson. No solo confiaban en su estrategia, sino en el veneno inevitable que habían sembrado durante meses. Tenían una convicción soberbia, casi celebradora, como si la victoria estuviera escrita desde antes de comenzar la batalla.
En el imponente penthouse que funcionaba como su sala privada de reuniones estratégicas —un lugar diseñado más para intimidar que para trabajar— Camilo Michelson, el mayor y más ambicioso, observaba desde el ventanal la ciudad que, algún día, juraba, estaría bajo su control absoluto.
—Pablo, esta vez lo vamos a destruir. Esa escoria nunca debió salir del barrio marginal donde se crió —declaró con frialdad, mientras tomaba una copa de whisky que ni siquiera degustaba; solo la sostenía como si fuera parte de su papel en el mundo: el del villano que no teme a nadie.
Camilo no era solo un arquitecto reconocido internacionalmente; era un estratega con un ego tan grande como sus construccione