Kevin despertó con un ligero dolor en la sien, como si la noche anterior aún se aferrara a él en forma de recuerdos que no podía ni quería aceptar. El olor del perfume de Eva todavía impregnaba el aire, una mezcla dulce y cálida que se había quedado atrapada entre las sábanas, envolviéndolo como una condena invisible. Cerró los ojos con fuerza, deseando que todo aquello no fuera real, pero las imágenes lo golpearon una tras otra: su piel, sus besos, sus manos desesperadas buscándolo como si fueran uno solo.

Un rugido ahogado escapó de su pecho.

—¡Maldición! —golpeó la cabecera con el puño cerrado, como si así pudiera borrar el rastro de lo ocurrido.

¿Cómo había sido tan débil? Se suponía que Eva era su enemiga, la mujer que lo había traicionado, la causa de su odio y de cada cicatriz emocional que cargaba. Y, sin embargo, bastó verla, bastó que sus labios se encontraran para que todo lo que había construido en su interior se derrumbara.

Se levantó de la cama con brusquedad, caminó al