Raina tuvo suerte: a pesar de la caída, no sufrió una conmoción.
Eso sí, en la parte trasera de la cabeza le quedó un chichón tan grande que podía sentirlo con solo rozarlo.
Iba caminando distraída, llevándose la mano al golpe y sin mirar al frente, cuando se estrelló de lleno con alguien.
—Perdón, yo... —Alcanzó a decir, pero al alzar la vista reconoció esa cara—. Señor Herrera.
Iván llevaba una camisa de seda gris y un pantalón a medida que realzaba la línea de sus hombros, su pecho y su cintura.
—¿Te lastimaste? —preguntó, fijándose en el bulto de su cabeza.
Él era muy alto, así que pudo notar su chichón con facilidad.
—No es nada —respondió ella, dando un paso atrás y apartando su mano.
Iván se guardó las manos en los bolsillos y la observó con sus ojos profundos.
—¿Necesitas ayuda?
—Nada. —Repitió. Y luego, recordando algo, dijo—: Felicidades por su boda, señor Herrera.
Su mirada se apartó del golpe y se clavó en su cara, con un destello difícil de descifrar.
—Igualmente.
¿Igualmente? ¿La felicitaba por ser abandonada? ¿Por ver cómo el hombre al que había amado siete años se casaba con otra? Bueno, en cierto modo, sí. Ella también se casaría ese mismo día.
—Hasta luego. —Se despidió.
La caída le había dejado un “beneficio”: unos días de descanso. Perfectos para empezar a empacar. Ella vivía en un departamento que pertenecía a Noel. Tres meses atrás lo compartían, pero desde que él se mudó con Marta a la Arboleda de los Arces, ese lugar se había convertido en su refugio... o al menos eso quería creer.
El problema era que todo allí llevaba la marca de Noel: sus zapatos en el mueble de la entrada, la ropa en el perchero, las copas de su licor favorito en la vitrina, hasta la manta con la que solía quedarse dormido en el sofá.
Durante tres meses no había tocado nada, como si dejarlo todo intacto pudiera traerlo de vuelta. Pero esas cosas, lejos de aferrarla a él, solo le recordaban una y otra vez que él ya no regresaría.
Esa tarde empezó a empacar lo suyo: ropa, zapatos, objetos personales, cuadros y adornos. Cuando Noel llegó, percibió que algo había cambiado, aunque no supo decir qué.
Desde que vivía con Marta no había vuelto, y el ambiente le resultaba ajeno.
—¿Pasa algo, señor Silva? ¿O la señorita Quiles necesita algo más? —preguntó Raina.
Él la miró fijo, notando la palidez en su cara.
—¿Cómo sigue tu cabeza?
Después del golpe, ella había ido al hospital. Él no la acompañó: estaba ocupado sosteniendo a Marta y calmando sus miedos.
—No me voy a morir —respondió.
No era de piedra. Aunque no quisiera compasión, le dolía que, después de tantos años juntos, cuando ella estaba herida, y aun así él la dejó ir sola al hospital. De pronto, Noel la atrajo hacia sí y apartó su cabello para revisarle la herida.
Cuando sus dedos rozaron el bulto, ella se encogió de dolor y lo apartó de un empujón.
—¿Por qué no lo atendiste? —Insistió, intentando sujetarle el brazo—. Vamos al hospital.
—El médico dijo que es solo sangre acumulada. ¿Quieres que me la drenen? —dijo ella, dando un paso atrás.
Era un hematoma que tardaría en reabsorberse. Entonces, Noel la miró con preocupación.
—Raina, no fue que no quisiera ayudarte. Es que, en ese momento, solo podía salvar a una...
Solo a una. Y, como era lógico, eligió a la mujer que amaba. Decían que las reacciones instintivas mostraban lo que se lleva adentro. Raina lo sabía. No necesitaba que él lo explicara.
—Es tu prometida. Entiendo que la salvaras —dijo, bajando la mirada. Aun así, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Raina, yo... —dijo apenas, cuando el celular empezó a sonar.
Él miró la pantalla y lo puso en silencio.
—Descansa. Que otro se encargue de lo de la boda. Solo quiero que, el día anterior y el mismo día, estés presente.