Finalmente el doctor afirmó que podía venir a ver a mi hija pero añadió también que no me tardara mucho tiempo. Ahora estaba sentada en una silla de ruedas que una enfermera empujaba desde atrás.
Damián venía con nosotras, pero había entendido que no quería ni siquiera mirarlo, por lo qué sin objetar nada iba delante de mí y desde mi lugar mis ojos quedaban fijos en sus respingonas y redondas nalgas.
Llegamos a un pasillo y paramos frente a una puerta blanca que al igual que mi habitación estaba custodiada por dos de los guardias de la casa.
Damián abrió la puerta y la sostuvo para que la enfermera me empujara dentro, enseguida el llanto de varios niños llorando al mismo tiempo inundó mis oídos.
Mi corazón aleteaba cada vez más rápido, con cada segundo estaba más ansiosa; quería verla, quería saber como era. Sí se parecía a él, sí se parecía a mí. Simplemente quería saber que mi pequeña bebé estaba bien.
Avanzamos entre los pequeños pasillos que había entre las incubadoras, al llegar